miércoles, 25 de abril de 2012

Buenos Aires Revisited

(Ilustración de Pablo Derka.)

Es un viaje cerca pero se me hace interminable. La avenida cambia tres veces de nombre a lo largo de todo el recorrido. Y el colectivo la recorre casi íntegra, sin doblar por muchas cuadras. Unos pocos kilómetros más abajo está el río, que no se ve desde ningún lado, salvo que uno esté en un departamento muy alto o bien en el borde del agua.
Es sábado a la noche y voy camino a la casa de mi madre, al departamento en el que viví con ella varios años y que ahora casi no frecuento. Es como un camino a un rincón del pasado, un sector intermedio de la juventud (no es la casa de mi infancia) en donde los años pasaban estudiando, tal vez. Pero creo que más bien esperando que las cosas llegaran. 

Me pongo en una fila para esperar el colectivo. La parada es una de las más transitadas del barrio. Dos avenidas. Punto de encuentro de miles de encuentros por día. Una amiga bautizó la esquina. Como decir: nos encontramos en el obelisco. ¿Por qué los cruces de las calles no tienen nombre propio? Jurabildo, creo, tarde o temprano, va a prender en el habla. Aunque yo no tengo mucha ocasión de usarla. Es, en realidad, una esquina que evito si puedo.
En la fila, adelante, una chica fuma y me viene todo el humo. Estoy desacostumbrada al cigarrillo en la ciudad. Atrás, tres chicos con los pelos rapados, piercing, ropa negra. Una apariencia que intenta ser temible. Sin embargo, escucho su conversación: uno le cuenta al otro que su novia salió con sus amigas a la Noche de los Museos. Que mejor eso antes que irse a bailar. El otro contesta que él detesta ir a un boliche. Me pregunto dónde se juntan con esa pinta.

Llega el colectivo y nadie lo toma salvo yo. Todos esperan otro ramal. Está casi vacío y elijo dónde sentarme. Intento leer. Pero hay demasiado ruido. Como hace calor, las ventanas están abiertas y se escuchan los autos de la avenida y el motor del colectivo. Pero no solo eso. La poca gente que está también viajando se hace oír.
Una chica le habla a otra, con voz muy estridente, sobre una tercera que usaba un corpiño de vieja, y una pollera demasiado corta. Las miro, no tienen ni dieciocho años. La que no habla tiene su saquito sobre las piernas, tapando sus rodillas, sus muslos, su pollera cortísima.
Más atrás, otra por teléfono aclara que vive con su abuela. Lo repite varias veces. No logro imaginar el contexto de esa conversación. No da otros datos. Luego se calla. 
Adelante en diagonal un chico con auriculares hace batería con sus manos sobre las piernas, se golpea las rodillas a un ritmo incomprensible para los que no escuchamos el resto de la música.
En los asientos de a uno un señor se queda dormido a cada rato y se le caen dos libros que trae en la mano. Se despierta con el ruido de los libros en el piso y los levanta. Su caída en el sueño y consecuente caída de los libros es más rítmica que la del muchacho de los auriculares. Pasa cada dos o tres cuadras.
El colectivo toma una onda verde y casi no se detiene en semáforos ni en paradas.
De pronto siento que todo es demasiado y me tapo los oídos. Escucho las conversaciones, el motor, los golpeteos como si estuviera escuchando todo desde abajo del agua. Nadie me mira, por supuesto. Me tapo más fuerte y ahora solo siento la vibración del vehículo al andar. Podría estar en una ruta yendo más lejos, a cualquier lado. Tengo varios libros en el bolso así que no me preocuparía. Lo que sí me parece terrible es compartir el viaje con estos locos. Entonces me acuerdo que yo llevo las manos en los oídos. Cada cual con su locura. Ya no puedo disimularlo. ¿Podría tocar el timbre en la próxima parada, bajarme donde sea y cambiar de micro? ¿Para qué? Me resigno a mis compañeros de viaje. Pero sigo con los oídos tapados varias cuadras. Tal vez hasta tarareo algo.
Nadie, en realidad, está haciendo nada demasiado extraño salvo yo.

En eso sube un chico con un libro en la mano.
Recuerdo que es sábado a la noche.
Chicos con libros en la mano son probablemente la única clase de chicos que yo miro.
No alcanzo a ver qué está leyendo.
Recuerdo que me estoy tapando los oídos.
Lo mismo que tardo en darme cuenta de que voy a quedar como una ridícula es el tiempo que el chico tarda en mirarme.
Bajo las manos de golpe, trato de disimular, agarro mi libro, para parecerle interesante a él.
Pero no hay caso. Se sienta lo más adelante que puede y abre su libro.
Yo intento otra vez concentrarme en el mío, pero no hay caso.
La ciudad que pasa ahí afuera, el tiempo que se marca en avisos y carteles que antes no estaban, en los que estaban pero ahora tienen alguna letra apagada, o están rotundamente desteñidos, me lo impide. La certeza de lo imposible de viajar al pasado, de llegar al presente sin consecuencias.



(Ilustración de Lucía Miranda.)
Y la versión original de mi texto en siemprelista.

Estos dos carteles forman parte de una muestra que está actualmente en la Feria Internacional del libro de Buenos Aires. Fue organizada por el British Council en el marco de la celebración por el bicentenario de Dickens a partir del taller Sketches by Boz que hicimos allá por el caluroso noviembre del año pasado.

1 comentario:

  1. no pude encontrar ninguno de esos carteles en la vía pública pero tuve la oportunidad de ir a la feria del libro ya que me vine a hospedar al apartamento en buenos aires de mi prima que vive allí.
    visitar la ciudad me encanta, soy de Salta y vengo todos los años para poder ir a la rural, siempre consigo libros muy interesantes

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